Soñar y plasmar nuevas formas de convivencia
para una comunión más plena, luminosa y fecunda.
Andrea Sánchez Ruiz Welch
Lic. en Teología
Buenos Aires, Argentina
“Los sueños nacen de las entrañas, del útero de nuestro sentir,
de nuestro palpar con la mano, de nuestro mirar con los ojos”.1
Antonieta Potente
El sueño de Jesús.... “ámense los unos a los otros como yo los amé” (Jn 13,34), es a la vez una invitación a hacerlo realidad y una poderosa fuerza, que él mismo nos ofrece, para que podamos plasmarlo en nuevas formas de convivencia.
La vida cristiana de los discípulos y discípulas que siguen a Jesús, que se conforman con El, está llamada a realizar la misión de Cristo animados-as por su Espíritu, orientando la existencia hacia Aquel que los-las ha llamado a su seno, haciendo “visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas”.2
El “tono vital”3 de nuestro tiempo actual está caracterizado por el predominio de lo funcional, las relaciones mercantilistas de poder, que hace de los individuos seres utilitarios, fragmentados, desorientados, banales. En este clima sociocultural, afirma Mardones, se hace difícil la experiencia humana y por ende, la experiencia religiosa.4 Si este es nuestro ambiente antropológico, cómo podremos vivir una comunión más plena, luminosa y fecunda, capaz de irradiar la belleza de “Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano”.5
Con esta pregunta se inicia el camino. A lo largo de estas páginas intentaré darle una respuesta, respuesta que brota de mis sueños, de la mirada atenta a la realidad que nos rodea, de la experiencia cotidiana de la vida en familia y comunitaria, del evangelio rezado y testimoniado, del aporte de hermanos y hermanas que han reflexionado la palabra de Dios y la ofrecen como teología para ser vivida y comunicada.
He querido evocar en este camino la experiencia de la vida en familia, porque de hecho la compartimos. Cada uno-a tiene su familia de origen y Dios mismo los-las ha llamado a formar parte de nuevas familias espirituales, comunidades de hermanos y hermanas.6 De mis contactos con la vida religiosa puedo decir que si hay algo que me ha impactado es percibir la afinidad entre las relaciones intrafamiliares y la vida comunitaria. Nuestros imaginarios muchas veces idealizan la vida que no tenemos, sin embargo, con todas las diferencias, hay una gama significativa de semejanzas, sobre todo en la dinámica de los vínculos y las experiencias de la convivencia.
El punto de partida de nuestro viaje nos hará recordar nuestras mesas familiares. Me ayudó enormemente la metáfora de Letty Russell en su libro, La Iglesia como comunidad inclusiva. Dice así:
“Gran parte de la vida comunitaria transcurre alrededor de una mesa y la herencia cristiana tiene una larga tradición relacionada con la mesa comunitaria, con el compartir la mesa, con el diálogo cotidiano alrededor de la mesa, entre otras cosas. No importa que la mesa sea alta o baja, que requiera de sillas, almohadones o baste sentarse en el suelo; el lugar donde se sirve el banquete es una metáfora clave de la hospitalidad de Dios. En esta mesa no hay asientos asignados y los puestos de autoridad que pueden existir son compartidos. Cristo es el anfitrión y convida a todas las personas.” 7
Para Russell, la mesa esconde un lenguaje que tendremos que ser capaces de escuchar para que nos revele un modo nuevo de ser iglesia. La mesa nos habla, pero para comprender su idioma será necesario pegar un salto, querer ir más allá, pensar en otro registro. Ella nos habla de tres mesas. La mesa redonda, la mesa de la cocina y la mesa de la bienvenida. Alude así a personas reunidas alrededor de la mesa para vincular fe y vida en acción y reflexión (la mesa redonda), para trabajar por la justicia en solidaridad con quienes se sitúan en la perisferia (mesa de la cocina) y para dar la bienvenida a todos y todas como iguales, en la casa-mundo de Dios (la mesa de la bienvenida).8
Sin embargo no pretende agotar la capacidad de las mesas para decir su verdad, ya que “no hay límite para el número de mesas que forman parte de la iglesia alrededor de la mesa, así como no existe límite para los signos de la presencia de Cristo.”9 Por eso me sentí invitada a pensar en otras mesas con sus secretos para revelar: las mesas familiares.
Una vez delineadas las diversas mesas familiares, veremos qué podemos aprender de Jesús reunido en variadas ocasiones, en torno a la mesa.
Finalmente, si con la tradición reconocemos a la familia como iglesia doméstica,10 hablar de las familias puede remitirnos a la comunidad eclesial más amplia, a la Iglesia y a nuestras familias religiosas. En el último tramo de nuestro recorrido, a la luz de las mesas familiares y de la experiencia de Jesús, podremos soñar en qué mesas eclesiales queremos reunirnos.
“El maíz, el fuego, la cocina, el delantal, la mesa, el banquete
nos ayudarán a comprender que otras relaciones cotidianas son posibles.”11
Georgina Zuviría Maqueo
Las relaciones cotidianas en torno a la mesa familiar
En esta etapa del itinerario que emprendimos, vamos a poner nuestra mirada sobre las familias reunidas en torno a la mesa, para observar, en lo pequeño, el movimiento relacional de sus miembros y desde allí, cotejar qué pasa con las relaciones intraeclesiales.12
Hablar de familias implica reconocer que no hay un único modelo de familia. Hay familias nucleares, compuestas por padre, madre e hijos-hijas, hay familias ensambladas que reúnen miembros de familias que se han reconfigurado después de experiencias anteriores no satisfactorias, hay familias monoparentales con el padre o la madre a cargo de los-las hijos, hay familias ampliadas que reúnen a parientes durante un tiempo o permanentemente.13 Pero lo central de las familias no es su estructura sino el modo en que se relacionan sus miembros y qué calidad de vínculos se establecen entre ellos.
De hecho nuestra identidad personal se ha ido configurando gracias a los vínculos. Somos quienes somos en relación a otros tú, en relación a nuestro mundo, nuestra historia y cultura. Como afirma Barbara Andrade, “la persona es búsqueda de sí misma en el encuentro”.14
La comensalidad en torno a la mesa puede brindarnos un acercamiento plástico al modo de vinculación intrafamiliar. De hecho, el modo en que nos comportamos en torno a la mesa familiar, las tareas asumidas, los roles desempeñados, la dinámica de los diálogos y silencios habla de cómo se han gestado y cómo se desarrollan los vínculos intrafamiliares.15
Incluso, es significativa la ausencia de mesas en casas de familias que han vuelto a sus hogares después de ser evacuados por algún desastre natural o que han comenzado su vida familiar compartiendo la mesa en comedores comunitarios y no en su propia vivienda.¿Cómo impacta esta situación en el desarrollo vincular del núcleo familiar si es que éste existe?16
Recorreremos distintas mesas, mientras recordamos las de nuestra infancia, las mesas adolescentes, las mesas comunitarias, las mesas de cada día. Agradeciendo que nos reúna el afecto y el alimento.
Las mesas con cabecera
Hay mesas donde nadie más que el padre puede ocupar la cabecera. O el hermano mayor, si el padre ha muerto. En la casa de mis abuelos paternos, Vicente, ocupaba la cabecera y mi abuela casi no se sentaba. Siempre se anticipaba a las necesidades de los comensales, inquieta, iba y venía, nos servía más de lo que pedíamos y si no alcanzaba, comía lo poco que quedaba. Poner la mesa era casi un rito, todo tenía que estar en el lugar que al abuelo le gustaba. Si faltaba algo sólo bastaba un movimiento o una palabra para que mi abuela lo alcanzara. Los chicos no hablábamos, el ¡calla y come! del abuelo nos había enseñado a hacer silencio.
En estas mesas se reproducía y se reproduce todavía hoy, un modelo de relaciones patriarcales. Las mujeres se encargan del servicio, la cocina, la limpieza y los varones dan por descontado que ésa es su función. Los roles están definidos y no son intercambiables. Nadie se sale de las pautas establecidas. Hay supuestos que no se discuten, la autoridad es del padre, el resto obedece. La cabecera la ocupa el cabeza de la familia, no puede ser de otro modo. Hay jerarquías, aunque no se expliciten. No todos tienen voz y hay una única palabra final, definitoria: la del padre. Hay una sensación de temor, instalada como vínculo fundante, sobre un poder indiscutido. Todo tiene que funcionar a gusto del padre, el resto lo asume como parte de la configuración familiar, se acallan los deseos, se tragan los malestares, se generan conductas que permitan respirar fuera del ámbito familiar o estrategias creativas que le hagan creer que las propias decisiones son en realidad ideas suyas.17 La sumisión y el sacrificio se valoran como camino de virtud, y no es infrecuente escuchar lo que muchas esposas sostienen: “obedeciendo a mi marido obedecía a Dios”.18
En estas mesas se encarna y se transmite por connaturalizad, el mandato de la tradición paulina: “Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, las mujeres deben estarlo a sus maridos, en todo.” (Ef 5,24)
Esta pesada herencia de una relectura normativa de las configuraciones familiares del ambiente del siglo primero, contribuyó y sigue contribuyendo, a mi entender, a mantener en la vida familiar relaciones jerárquicas de poder entre sus miembros, justificadas teóricamente.19
Las mesas funcionales
Hay mesas que están eficazmente adecuadas a sus fines.20 Muchas veces nos hemos sentado en mesas en las que todo funciona, cada uno tiene su lugar, los roles están distribuidos entre los miembros de la familia sin desigualdades de sexo, edad. Incluso se turnan para realizar las diversas tareas, a veces con calendarios prefijados, menús anticipados, sobre todo en familias numerosas. Todos colaboran, pero la responsabilidad se delega, no es consensuada. Esto significa que hay un responsable implícito de las tareas relacionadas con la mesa. En general, es la madre.
Se ha dado un paso significativo. El pater familias ha cedido, en cierta medida, su lugar, y en las mesas la competencia parece distribuida entre los miembros de la familia en términos igualitarios.
Me acuerdo de chica esas palabras que taladrarían a mi madre: ¡que él sea varón (por mi hermano) no lo hace incapaz de poner o sacar la mesa, secar los cubiertos, acomodar los platos, etc, etc, etc.! Sin embargo, el otro varón de la familia, mi padre, no se movilizaba....respetaba el modelo de su padre y, mi madre, manteniendo el statu quo, el de su madre.
Hay mesas que denotan un intento de aggiornamento, acorde a los tiempos que corren. Pero esa apertura a la colaboración se gestiona como ayuda, es decir que se asume a priori que en la familia hay alguien en quien recae naturalmente la función. El resto coopera, auxilia, e incluso socorre cuando el caos avanza. Al padre le toca proveer el alimento con su trabajo, a la madre organizar las tareas relacionadas con la mesa, aunque trabaje también fuera del hogar. La colaboración se asume como un servicio, pero sobreentendiendo que la responsabilidad no es propia sino encomendada. La pregunta sincera y solidaria: ¿en qué te ayudo? denota que la acción es eventual, que no responde a un compromiso permanente.
Detrás de las mesas funcionales hay un supuesto que no ha vencido totalmente: el estereotipo patriarcal, por eso, en el fondo, son funcionales al sistema, aunque parezcan renovadas. Se conserva la premisa de que hay una determinación efectiva basada en la condición sexual biológica ligada a la maternidad y al cuidado, que se extiende al ser personal, que define roles y por ende conlleva funciones determinadas no del todo intercambiables o por lo menos, no hasta las últimas consecuencias.21 Las familias que se reúnen en torno a estas mesas asumen implícitamente que el poder se delega y que para tomar decisiones siempre hay que consultar a quien lo detenta. Improvisar, disponer o resolver por propia iniciativa, no son conductas frecuentes.
Mesas en fuga
Ma...como rápido y me voy...
No me esperes a comer...
Me llevo la comida a mi cuarto, tengo que terminar un trabajo...
Ni me siento, salgo corriendo que llego tarde, me lo como en el camino...
Fíjate qué hay en la heladera, seguro encontrás algo para comer....
Creo que el ejemplo extremo fue un amigo de nuestros hijos que se fue de casa con la cazuela de locro en una mano y la cuchara en la otra. Al día siguiente nos devolvió la cazuela vacía con un: “gracias,¡estaba espectacular!”
El apuro ha transformado la mesa familiar en un estante. Conviven sobre la mesa la mochila, las llaves, la mayonesa del sándwich, las monedas para el colectivo y los platos listos para que sirvamos el almuerzo o la cena que no van a comer.
Unos y otras terminan comiendo solos; la olla, con fideos para una semana, y una lectura, buena música o la televisión como compañía.
Los miembros de las familias van cambiando sus hábitos, no coinciden los horarios, cuando unos salen otros entran, cuando unos duermen, otros llegan. Cada cual quiere controlar sus espacios, confiando en sus propias fuerzas, para la realización personal. Las demandas del afuera familiar y de la tecnología intrafamiliar pueden alejarnos del tú más próximo.
La mesa como lugar de encuentro ha quedado para ocasiones especiales.
Estas transformaciones impactan sobre los vínculos familiares. Los vuelven más espontáneos, menos acartonados, generan una gran capacidad de adaptación y comprensión por los tiempos de cada uno-a y a la vez independencia y creatividad crear para resolver situaciones complejas. Sin embargo, si la mesa no fuera el espacio para el reencuentro y la conversación, habría que generar otros e imaginar estrategias que los hagan posible más allá de las dificultades que se presenten. Los vínculos se cultivan, llevan su tiempo. La cultura del individualismo y del desarrollo personal a cualquier precio, pueden instalarse en las familias amenazando los lazos interpersonales, pero a la vez nos desafían a convertir en oportunidades estos signos de nuestro tiempo.22
Mesas circulares
Me gusta recordar las carneadas en el campo. La familia entera y algún que otro vecino, se reúnen para hacer del animal faenado una gran variedad de productos comestibles que durarán varios meses. La tarea comienza muy temprano, al aire libre, en invierno. Todos colaboran, hay mucho trabajo por hacer. El fuego es indispensable para derretir la grasa, cocinar lo que será el queso de chancho23 y las morcillas. También para calentar la pava y dar calor a las manos congeladas. Cerca del mediodía se va preparando el asado. Todos en círculo, cerca del fuego participan de la fiesta. El tronco improvisado es la mesa que congrega en el descanso, la conversación, la solidaridad. Allí no hay patrones, aunque algunos conozcan más que otros cómo hacer el trabajo. Todos están al servicio de la tarea común que se ha asumido como propia y se celebra con la comida compartida.
Mesas así no se olvidan. Nos sentimos parte entre iguales, todos y todas incluidos. No hay formalidades ni funciones predeterminadas asumidas por obligación, aunque haya un asador experimentado que no deje morir el fuego. Se saborea el momento, plenamente, en libertad. Se vivencia intensamente lo que es la reciprocidad. Circula el bienestar y la alegría del compartir la vida. La sobremesa se extiende...el tiempo no cuenta. Siempre hay lugar para alguien más.
En mesas circulares se reúnen cotidianamente familias que han podido flexibilizar las pautas de convivencia. Las dinámicas familiares se han recreado haciendo posible que se incluyan todas las voces teniendo en consideración la igual dignidad de sus miembros y a la vez sus diferencias. Las funciones de quienes forman parte del núcleo familiar pueden reasignarse, ya que las atribuciones rígidas de roles caen bajo el peso de las capacidades personales para asumir responsabilidades y la libertad para decidir qué hacer o aprender a hacer. Estas familias están en permanente movimiento. Los hijos y las hijas crecen, los adultos también.24 Hay que ir reencontrándose con los-las otros-as, aceptando las modalidades en que se encarnan las opciones vitales. La palabra tiene peso, se puede disentir. El poder no se concentra, se multiplica, se vuelve “circulante”, lo mismo que la palabra, cambia alternativamente, y hasta por momentos se vuelve sinfónica pero no desordenada o ruidosa....
Podremos, seguramente, agregar otras mesas familiares. Estas mesas, incluso, pueden repartirse en distintas circunstancias históricas de la misma vida familiar. En torno a la mesa se han mostrado las dinámicas internas de los acuerdos intrafamiliares, las relaciones de poder, el sentido de pertenencia, la responsabilidad en la asunción de los deberes. Estos vínculos delineados en torno a las mesas de la iglesia doméstica ¿cómo hablarán de las relaciones intraeclesiales? ¿Qué pasa entre nosotros y nosotras cuando dos o más se reúnen en el nombre de Cristo? ¿Cómo pensar formas de ser iglesia que afirmen la plena humanidad de todas las mujeres y los hombres?25 Para responder a estas preguntas contemplemos primero cómo actúa Jesús en torno a las mesas.
“La plenitud humana del encuentro con Dios, la salvación,
se suele expresar con la imagen del banquete”.26
Rafael Aguirre
Resignificar las mesas: las comidas de Jesús.
Recorriendo los evangelios nos encontramos muchas veces con Jesús en torno a una mesa, invitado a un banquete, comiendo con personas provenientes de ambientes dispares, siendo el anfitrión de una comida o, incluso, dando de comer. Los evangelistas nos descubren que no es irrelevante verlo actuar en la mesa. Las comidas, los banquetes, las reuniones en torno a la mesa, tienen un hondo sentido antropológico y social que es necesario evidenciar para captar el significado de las actitudes de Jesús como comensal y anfitrión.
La sociología y la antropología cultural han mostrado que la comida y la forma de comer permiten establecer vínculos con la naturaleza, con los demás y con uno mismo-a. “En efecto, hay siempre una relación entre, por una parte, la forma de comer, lo que se come, con quién, dónde y cuándo se come, y, por otra, el grupo al que se pertenece, con sus tradiciones, sus normas y su visión del mundo”.27 Las comidas y las mesas hablan de relaciones sociales, estratos y jerarquías, pactos económicos y políticos, redes de reciprocidad, modales y costumbres, arreglos domésticos, pautas y normas sobre los alimentos que delimitan grupos de acuerdo a los que se ingiere. Por tanto, participar de una mesa en el siglo I no sería lo mismo que hoy día,28 aunque todavía sigue manifestando un alto contenido simbólico el modo en que se reproducen en torno a la mesa el sistema social, el orden jerárquico, la organización de una familia, de un grupo o de un pueblo. Compartir la comida es más que alimentarse: la vida social se expresa en la mesa como signo de comunión, de alianza, de confianza, de pertenencia a un grupo o familia y en muchas culturas también se vincula a la fiesta y la celebración. Pero a la vez ciertas pautas establecidas en torno a la alimentación refuerzan divisiones. Si se prohíben alimentos se excluye a quién los come, si se condiciona la participación a la mesa por motivos de sexo, raza, condición social o creencias religiosas, la comida genera separación.
En la época de Jesús, las comidas eran ambivalentes: simbolizaban tanto el aspecto comunional como el segregador. Los miembros de la elite no se relacionaban con los que no eran de su mismo rango. Invitar a alguien socialmente inferior y compartir la comida podía implicar al rechazo de sus pares, lo cual ponía en peligro la pertenencia al círculo, la fortuna y el honor de la familia.29 La condición social, la forma de actuar, el sexo, dejaba a muchos-as fuera de las mesas (enfermos, publicanos, pecadores, mujeres), a la vez la participación en un banquete, en una comida, mostraba quiénes eran reconocidos como pertenecientes a un grupo o a un sector.
Los evangelistas nos presentan a Jesús haciendo de las mesas un espacio de comunión y de encuentro, en muchos casos, llegando a transgredir las normas de su tiempo. Como afirma J. Jeremías, su conducta le valió muchas veces el rechazo, “el mensaje de Jesús, que enuncia al Dios que quiere relacionarse con los pecadores, halló en la comunidad de mesa con los despreciados su expresión más clara, pero también la más chocante.”30 Su actitud provocativa entrará en conflicto con un sistema social y religioso excluyente, no sólo del judaísmo sino también de la sociedad grecorromana, ya que sus costumbres se verán interpeladas con la extensión del cristianismo.31
Por tanto la participación de Jesús en comidas y banquetes, tendrá un alto contenido simbólico porque mostrará con sus acciones, qué tipo de relaciones habrán de gestar sus discípulos y discípulas en torno a su persona y con los excluidos y excluidas de la sociedad de su tiempo y de todos los tiempos. Los escritores, al consignar estos relatos, dan cuenta de su capacidad reveladora invitándonos a descubrir a Jesús inserto en la cultura de su tiempo, pero a la vez cuestionando aquellas pautas de convivencia excluyentes que no respetan la igual dignidad de las personas. La manera en que Jesús actúa desafía a los creyentes a hacer frente a un sistema de injusticia y marginación representado en las normas acerca de la alimentación y la comensalidad.
Al comer con pecadores y publicanos, con los enfermos e impuros (Lc 5,30; 7,39; 15,2; 19,7; Mt 9,10-13; Mc 2,13-14; Mc 14,3; Mt, 26,6), pone en práctica una estrategia de reinserción social. Privilegia la misericordia sobre la pureza, la hospitalidad sobre la marginación, el compartir solidario sobre el acumular.
Las comidas con los fariseos, le dan la ocasión de mostrar que las mesas no han de organizarse de acuerdo a jerarquías (Lc, 14,7-11). Rompe con el sistema de pureza (Lc 11,37-42; Mc 7,1-5) y con la actitud interesada de quien invita para ser a su vez invitado (Lc 14,12-14).
La participación de las mujeres en las mesas cuestiona la discriminación de género (Jn 12, 1-8; Lc 7, 35-50; Mc 14,3-9;Mt 26,6-13), aunque todavía en esas ocasiones, las mujeres son las que sirven. Visitar a sus amigas le da la ocasión de mostrar que el discipulado es tanto para las mujeres como para los varones y que los quehaceres ligados a la hospitalidad no son incompatibles con la escucha del Maestro (Lc 10, 38-42). La queja de Marta, “dile que me ayude”...evoca la dificultad de integrar los deseos y las obligaciones, la autoconciencia y la libertad con el mandato heredado.
Cuando come con sus discípulos les muestra el camino de la autoridad como servicio (Lc 22,14-38; Jn 13,1-17), él mismo es el que sirve, (Lc 12,37; 22,27; 24,28-30; Jn 21,4-14) y este servicio es paradigma de los nuevos valores del reino. Incluso, la imposibilidad de comer con los suyos se asocia a la disponibilidad de Jesús ante las necesidades del prójimo y la multitud que lo sigue (Jn 4, 31-33; Mc 3, 20; 6, 31).
Jesús también toma el papel del anfitrión el día en que multiplica los panes para la muchedumbre.32 ( Mt 14,13-21; Mc 6 31-44; Lc 9 10-17; Jn 6, 1-13) Los cuatro evangelios dan cuenta de este signo: Jesús alimenta a la multitud de varones, mujeres y niños que lo siguen. Todos-as participan y quedan saciados-as. Jesús al ofrecer esta comida realiza un intercambio, que es, a la vez, dar y recibir. Sin jerarquías, ni lugares privilegiados, sin ritos de purificación que pudieran excluir a nadie.
Marcos refiere una segunda multiplicación en territorio pagano (7,32; 8,1-10). No sólo los judíos reciben el alimento que da Jesús, también los paganos están invitados a participar de la comunión con el Maestro33. Comer juntos-as es signo de la plena incorporación de los gentiles a la comunidad de los discípulos y discípulas de Jesús. Por otro lado, también se advierten las resonancias eucarísticas de la narración (podemos comparar Mc 14,22: "tomó", "bendijo", "partió" y "dio" con 6,41 y 8,6) que incluyen la idea de que Jesús “al alimentar a los paganos con el pan multiplicado acepta a los cristianos provenientes del paganismo, a la misma mesa eucarística en que se sientan los judeocristianos”.34
Probablemente esta referencia a la comensalidad compartida entre judíos y gentiles, denote las dificultades suscitadas en la Iglesia primitiva al compartir la mesa con cristianos y cristianas de distintas condiciones sociales (1 Cor 11,17-22) y entre judeocristianos y cristianos provenientes de la gentilidad (Hch 10,1-35; 15,5-29; 1 Cor 8, Gal, 2,11-14).
Hemos visto a Jesús comer en distintas mesas. También lo vimos apremiado por circunstancias que le impedían comer. Algunas comidas dispuestas de acuerdo a las claves del honor y la jerarquía propias del judaísmo del siglo I. En mesas más flexibles, que integraban a quienes usualmente no comían juntos pero que mantenían las funciones asignadas culturalmente a los diversos participantes. Mesas abiertas, inclusivas, que rompían con los cánones de su tiempo revelando que el banquete del reino es para todos-as,
Su conducta y sus palabras muestran la incomodidad ante las disposiciones segregadoras que impiden la comunión, aún cuando respete los hábitos de sus anfitriones. Cuando él es el anfitrión, su ejemplo es el servicio y el pan no se le niega a nadie.
“El lugar donde se sirve el banquete es una metáfora clave de la hospitalidad de Dios. En esta mesa no hay asientos asignados y los puestos de autoridad que pueden existir son compartidos. Cristo es el anfitrión y convida a todas las personas.”35
Letty Russell
¿En qué mesa nos gustaría reunirnos como Iglesia?
Hemos llegado hasta aquí después de haber considerado las relaciones intrafamiliares que se establecen en torno a la mesa y contemplado a Jesús como comensal o anfitrión de una comida, invitado o invitando a participar en ella.
Daremos ahora un paso más intentando escuchar qué tiene para decirle a la Iglesia el lenguaje de las mesas de la iglesia doméstica y qué podemos aprender de Jesús para plasmar en nuestras comunidades nuevas formas de convivencia que reflejen la hospitalidad de Dios revelada en su Hijo.
La pregunta inicial alude, probablemente, a un sueño....
El mío no es una iglesia que se sienta en una mesa con cabecera.
Allí, las relaciones intraeclesiales se viven con un marcado acento dominante y directivo, rígido y observante, que demanda sumisión y sometimiento. La igualdad fundamental de los fieles cristianos pertenecientes al pueblo de Dios se desfigura, hasta borrarse. “La neta distinción teológica y fáctica entre «clero» y «laicos» donde a los segundos les compete la dócil recepción de los bienes de salvación administrados por el ministro eclesial y su aplicación -bajo la guía jerárquica- en los más diversos cargos de la vida profana”,36 es testigo de esta forma de ser Iglesia.
El ejercicio del poder se entiende más en términos autoritarios que de servicio, de acumulación que de multiplicación. Un poder que teme perderse, que se guarda celosamente, como si compartirlo significara dejar de tenerlo.37 La virtud se expresa en la obediencia, la sumisión, el silencio y el sacrificio. O en el conocimiento de las obligaciones, la eficacia al aplicar las normas, el cumplimiento del deber y el orden. El funcionamiento de las comunidades y de sus vínculos está garantizado por la disciplina y la adaptación a las pautas establecidas.38 Se privilegia la marcha institucional y la misión de las comunidades, por sobre las vida de las personas. La autoridad parece estar “por encima de la comunidad”.39
En muchos casos nos sentamos en torno a mesas funcionales en las que se privilegia la dimensión de comunión en la misma fe y en la misma función, sobre la subordinación.40 Se percibe en ellas un intento de flexibilizar los vínculos de poder, delegando tareas, estimulando la participación. Pero el cambio se ha gestionado más por presiones externas o motivado por las circunstancias que por convicciones evangélicas, por lo que es precario y transitorio y los viejos modelos se filtran a través de las grietas que aparecen en los cimientos resquebrajados de tantos remiendos. En estas comunidades hay un clima de expansión, de apertura. Hay un núcleo propulsor que anima, que impulsa y cooperadores y cooperadoras que con entusiasmo se sienten parte de un proyecto comunitario, lo ponen en marcha y lo sacan adelante. Sin embargo, en algunos casos, existe una incomodidad latente de no sentirse pares. Las relaciones que se generan son más de colaboración que de corresponsabilidad. Hay posibilidad de expresarse, se llama al diálogo, se escuchan las opiniones, pero prevalecen las consultas abiertas sobre las decisiones compartidas. Hay libertad para elegir en qué participar, pero no siempre para decidir cómo. La comunión parece más un logro de la voluntad que un don recibido y ofrecido.
También participan los que están de paso. Los vínculos se construyen sobre bases menos permanentes. Las personas hoy están, mañana no; incluso, cada vez más, quienes animan las comunidades. Esta relacionalidad puede parecer precaria, de un equilibrio inestable. Pero cada vez está más claro que es difícil pretender la pertenencia a instituciones que proponen lo que les parece adecuado y no siempre lo que los demás están necesitando.En muchas comunidades, en reacción a la rigidez de ciertos modelos de convivencia que tenían poco en cuenta la calidad vida de sus miembros, la disciplina cayó bajo el peso de la libertad individual, se fortaleció el proyecto personal más que la misión comunitaria, se hicieron arreglos para una coexistencia más llevadera y acorde a los tiempos. Esta renovación impactó sobre las comunidades: si cada grupo se autogestiona, si cada miembro realiza sus actividades con poca comunicación entre sí y sin aspiraciones y proyectos comunes, los vínculos se diluyen, se genera dispersión, los más vulnerables o indecisos quedan expuestos, la autonomía puede convertirse en individualismo y se sospecha del aporte que las prácticas comunitarias puedan hacer al crecimiento personal.41
Yo sueño con sentarme en una mesa circular, en la que laicos y laicas, religiosos y religiosas junto al clero, compartamos, gustemos y celebremos la Vida del resucitado sin excluidos-as de ninguna índole.
La persona de Jesús, sus acciones concretas nos han mostrado qué camino elegir. Como afirma Benedicto XVI en la Encíclica Dios es Amor: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva”.42
Hemos contemplado en la Escritura con qué libertad Jesús gestó una nueva forma de celebrar la comunión, incluyendo a todos-as en torno a su mesa. Y cómo, con sus actitudes, interpeló críticamente el apego a convenciones sociales excluyentes. Si el encuentro con Jesús es decisivo para nuestras vidas y nuestra opción fundamental es creer en el amor de la Trinidad revelado en Cristo y comunicado a nosotras-os por el Espíritu Santo,43 nuestras familias y comunidades están llamadas a reproducir las mesas de Jesús y los vínculos que circulaban en ellas. En definitiva, somos invitados-as por él a trinitarizar nuestras relaciones.44 En la Trinidad hallamos el fundamento último, el paradigma fontal de la convivencia en la familia y en las comunidades. Lo vemos actuado en la persona del Maestro, que nos llama amigos y amigas.
Se ha escrito mucho sobre las relaciones intraeclesiales y comunitarias a partir de la renovación del Concilio Vaticano II. Aunque sabemos que con las palabras no basta, es necesario ir acompañando los cambios institucionales, comunitarios y personales con categorías que orienten y confirmen el camino emprendido. A través del lenguaje se van explicitando y comunicando las transformaciones. Enunciar lo que soñamos comienza a gestar la búsqueda que queremos ver plasmada y le da forma.45
Teólogos y teólogas traducen los sueños de una relacionalidad evangélica de diverso modo, pero apuntando a vínculos que nos abran a nuevas formas de justicia y equidad que puedan poner también de manifiesto una antropología diferente.
La Constitución sobre la Iglesia impulsa al “trato familiar”, a la cooperación, a la mutua ordenación entre los fieles, religiosos y religiosas y el clero en la obra común de la Iglesia.46
Sesboüé habla de “corresponsabilidad”, de “relaciones mutuas en las que se reconoce la identidad de cada cual”.47 Kelh acuña la expresión “amistad recíproca” (Jn 15,15) y “cooperación” para los vínculos entre los fieles cristianos.48 Entre las teólogas, Ada María Isasi Díaz caracteriza este nuevo orden de relaciones como “mutualidad”.49 Elizabeth Johnson recupera para la eclesiología las categorías “compañía y compañerismo”.50 Schüssler Fiorenza lo expresa como “discipulado de iguales”.51 Mercedes Navarro Puerto, refiriéndose a los nuevos modos de ejercer el liderazgo en la Iglesia, habla de “cooperación y asociación”.52 Finalmente, Letty Russell afirma que el camino para formar verdadera comunidad es el “compromiso basado en la cooperación” 53 y el “compañerismo entendido como una relación de mutualidad y confianza”. 54
Sentarse en la Iglesia en una mesa circular implicará entonces, vivir relaciones igualitarias, personalizantes y liberadoras, de compañerismo y de reciprocidad entre los distintos ministerios y estados eclesiales, comprometidas y corresponsables en la misión común. Y no sólo intentar vivir, también dar razones de esperanza, con un lenguaje que exprese aquello que se intenta poner en práctica, para ser signo escatológico de Dios en el mundo.
Por esto se hace necesario encontrar estrategias que permitan crear nuevos modelos de convivencia capaces de revisar los vínculos de autoridad y poder, sujeción y sometimiento.55 De reparar la fragmentación y el individualismo, de promover el diálogo y el apoyo mutuo, de incluir a todos-as en las decisiones que los impliquen, para que las comunidades puedan ser “un lugar de encuentro de las personas”.56 Habrá que pensar si es necesario modificar las pautas de la vida en común, a través de la revisión de los patrones de desigualdad que todavía existan y de la inclusión de los miembros de la comunidad en una nueva dinámica, más flexible, que incorpora las voces de laicos-laicas, religiosas y religiosos en la toma de decisiones, y que facilita el reconocimiento de las necesidades y deseos de los y las participantes sin discriminar a nadie.57 Sentarnos en torno a estas mesas exigirá, entonces, superar las ideas y los comportamientos que suponen que las personas son superiores o inferiores en relación con su condición social, por sus funciones o por su raza, etnia o sexo. Estar abiertos-as a lo diverso e inesperado, a la hospitalidad que busca y recibe a los solitarios-as y hambrientos-as. Implicará también armonizar los deseos y derechos de cada uno-a con las exigencias comunitarias.
Esta transformación demandará oración, esfuerzo, paciencia y constancia. El cambio no implica sólo la modificación del modo en que se establecen los vínculos afectivos, de mutuo cuidado e interdependencia sino también las representaciones acerca de la autoridad y la obediencia,58 la mística comunitaria y más profundamente, la propia identidad.
La transformación sólo será posible si se trabaja conjuntamente, “desde las bases”,59 escuchando lo que el Espíritu tiene para decirnos.
Humildemente creo que el Espíritu nos está inspirando cambios al modo trinitario, porque la Trinidad es “fuente, modelo y fin de toda comunión humana”,60 lo que somos y nuestros vínculos, están llamado a reflejar al Dios vivo y a ser lenguaje que dice y habla de Dios. San Pablo lo expresa bellamente: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos” (2 Co 3,18. Cf. 2 Co 4,6)
Por tanto, si se trata de plasmar nuevas formas de convivencia para una comunión más plena, luminosa y fecunda, miremos a la Trinidad como fuente de inspiración para las prácticas humanas y sociales.
Ella es mutua pertenencia, capaz de decirse “todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17,10). Unidad en la diversidad, para una autodonación fecunda. Autodonación recíproca, porque cada miembro es relativo al otro, cada uno habita en lo más íntimo del otro expresando a su vez, cada uno, la totalidad. Totalidad, como una realidad que sólo puede existir en y por los diferentes, y que establece además, que la alteridad y la diferencia sólo pueden ser acogidas y respetadas en cuanto mutuamente constituidas como iguales. Relaciones entre iguales, creados y creadas a imagen y semejanza de Dios. Relaciones fecundas que amplían, ensanchan, el espacio eclesio-pneumatológico con la cualidad del propio carisma. 61
En mi opinión, la auténtica comunión humana habrá de abrevar de estas aguas. La dinámica interna de las relaciones interpersonales y comunitarias podrán ser consideradas ecos del misterio eterno de las personas divinas y de su amor difusivo, cuando exista una verdadera reciprocidad. Reciprocidad que implica no sólo la con-vivencia, sino también la pro-existencia, es decir, el vivir para el otro-a, el ser gracias al otro-a y el vivir en el otro-a. 62
Con todo el esfuerzo que demande, deseo sentarme en esta mesa. Invitar a otros y a otras a compartir el banquete que Dios ofrece a todas las personas. En esa mesa elegimos nuestro lugar, nos miramos a los ojos, nos descubrimos diferentes y hermanados-as y el alimento que nos reconforta y nos reúne ya está servido. Cristo ha venido. Está sentado en nuestra mesa y nos convida su Vida Plena como anticipo de lo que vendrá definitivamente.
¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero!
Ap 19,9
Preguntas sugeridas
¿En torno a qué mesas estamos reunidas-os? ¿Por qué?
¿En qué mesa nos gustaría reunirnos como comunidad? Describir los rasgos salientes.
¿Qué pasos podemos dar para convertir nuestras mesas en las mesas que soñamos?
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